La Revolución exige la misma energía del primer día

Pedro de la Hoz en La Jiribilla | Para Kaos en la Red | 27-12-2008

Graziella Pogolotti Jakobson inspira profundo respeto. Quizá sea la conciencia lúcida y crítica de la cultura revolucionaria. Hija de uno de los iconos de la vanguardia artística de la primera mitad del siglo XX, Marcelo Pogolotti, Graziella nació en París en 1931 pero desde niña vivió en Cuba.

Ser cubana, para ella, es una misión y un estado de gracia. Merecedora del Premio Nacional de la Enseñanza Artística y del Premio Nacional de Literatura, entre sus libros destacan los ensayos Examen de conciencia (1965), El camino de los maestros (1979), Oficio de leer (1989) y Alejo, el ojo crítico (2007).

Pero tan fundamental como su obra escrita ha sido su enorme labor en la docencia y la promoción de la cultura: desde la cátedra de la Universidad de La Habana hasta las investigaciones socioculturales vinculadas a los primeros pasos del Grupo Teatro Escambray, desde la formación de teatristas en el Instituto Superior de Arte hasta la vicepresidencia de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, desde la Biblioteca Nacional hasta la presidencia de la Fundación Alejo Carpentier. Es una de las más dispuestas y necesarias consejeras y asesoras de cuanto proyecto útil pueda favorecer la trama cultural de la nación. 

Esa vocación participativa se expresa también en las pequeñas cosas de la vida. Graziella gusta de la conversación amena e inteligente, de la música popular y no le gusta perder el hilo de una telenovela “para que no me hagan cuentos”. Nunca cierra las puertas a quien la procura. 

Tengo entendido que usted no se encontraba en Cuba el primero de enero de 1959 

—A fines de 1958 me hallaba en Italia. Me había procurado una beca, lo cual me daba una cobertura para atenderme, de paso, algunos problemas de salud que presentaba. Exactamente residía en Roma. 

¿Estaba al tanto de la situación cubana? 

—En general, tú sabes que la prensa europea es muy eurocéntrica, no le conceden importancia al Tercer Mundo y más bien se ocupan de informaciones locales, nacionales, o relacionadas con el continente, y por supuesto, con EE.UU. por el papel de esta potencia en el mundo. Esa era la tónica predominante en la política informativa de los medios italianos. Sin embargo, ya en diciembre, una época donde tradicionalmente se generan pocas noticias, pues todo se concentra en la Navidad, en las vacaciones y las fiestas, mientras la situación se iba tornando aquí más caliente, empezaron a salir noticias. Aquello fue adquiriendo más intensidad en la medida que se producía la batalla de Santa Clara. Increíblemente, Cuba se convirtió en un centro de interés para la prensa romana, incluso en primera plana. 

¿Cómo se enteró del fin de la dictadura? ¿Cuál fue su reacción? 

—Cuando supe la gran noticia, el derrocamiento de la dictadura, algo que se presentaba como algo inminente en los últimos días del año, lo que se nos ocurrió a cada una de las personas que vivíamos en Roma, gente que incluso no nos conocíamos, fue aparecernos en la sede de la Embajada a ocuparla. Fue lo que aconteció en casi todos los países donde había concentraciones de cubanos. En realidad no hubo oposición alguna. Recuerdo que el embajador no se encontraba; había salido de vacaciones o tal vez intuyendo su destino, la había abandonado definitivamente. Solo quedaban empleados de menor categoría. 

«Llegamos sin armas, únicamente nuestra presencia bastó para tomar el lugar en nombre de la Revolución. La Embajada radicaba en un sitio muy céntrico de la capital italiana, en una calle que desembocaba en la famosa Vía Veneto. De modo que llamábamos la atención. Eso, más el alboroto natural ante la nueva situación, determinó en el hecho de que la prensa fuera hasta allí a reportar. 

«Lo que más recuerdo de todo es que en un reportaje sobre la toma de la Embajada, como yo era la única mujer en el grupo, el periodista me destacó con un apelativo que todavía me causa gracia. Escribió que entre los ocupantes había “una mujer de cabellera hirsuta”. Mira tú, yo que nunca tuve el cabello de modo que se le pudiera aplicar ese adjetivo. Lo entendí como una nota de color periodístico.» 

¿Se planteó la necesidad de regresar a Cuba? 

—Ya desde esos días me propuse regresar lo más pronto posible. El desarrollo impetuoso de los acontecimientos me hizo posponer los planes de someterme a una operación quirúrgica, como había planeado. Ni corta ni perezosa emprendí el camino de retorno. En varias etapas, ya que primero debía resolver algunos asuntos pendientes en Roma, debí pasar por París y finalmente arribé a Madrid, donde el Gobierno Revolucionario situó aviones para facilitar el regreso de los cubanos en Europa. En el avión que me condujo a la Isla coincidí con Fayad Jamís, que ya era un poeta y pintor distinguido pese a su juventud. Cuando lo vi en el aeropuerto, me dije: “Esta es mi salvación”. Yo traía una enorme cantidad de libros y revistas, que abultaba y hacían más pesado el equipaje. A Fayad le di parte de la carga para que me aliviara. 

¿Recuerda la capital de aquellos días? 

—Al llegar a La Habana observé una euforia generalizada. Los rebeldes estaban en la terminal aérea. Se respiraba un clima de fraternidad que yo nunca había advertido en el país. 

¿Cómo se incorporó al escenario revolucionario que encontró? 

—Yo no tenía un proyecto preciso. Quería participar, sumergirme en el vórtice de aquellos días inaugurales, dispuesta a hacer lo que hubiera que hacer. Por supuesto que pensaba en algo que guardara alguna relación con mi perfil, quizá la Universidad de La Habana, donde contaba con antiguos vínculos. Pero la Universidad todavía no había abierto sus aulas. Accedí a mi primer trabajo de una manera casual. Maruja Iglesias era subdirectora de la Biblioteca Nacional José Martí; la conocía de antes y pasé por ahí un día a conversar con ella. En un momento de la charla me dice: “¿No quieres ir a saludar a María Teresa Freyre de Andrade?”. “No sé si ella se acuerde de mí —respondí—, pero si crees oportuno que la salude, vamos”. 

«Tiempos atrás, yo no me portaba muy bien que digamos en la Biblioteca de la Universidad y quién sabe si ella guardaba esa imagen. Aunque ciertamente después nos involucramos juntas en un asunto que vale la pena explicar. A raíz del cuartelazo del 10 de marzo de 1952, tratamos de armar un periodiquito a través de la Sección Femenina del Partido Ortodoxo, con Vicentina Antuña, con María Teresa Freyre de Andrade y Sarah Isalgue. La publicación, muy modesta, la nombramos El Cubano Libre. Sacamos unos numeritos, no pudimos seguir adelante. 

«Bueno, fui con Maruja a ver a María Teresa y ella me dijo: “¿Quieres trabajar aquí?” Con sinceridad le respondí que yo no poseía conocimientos ni práctica en bibliotecas. Me replicó de inmediato: “Tú lees, y en una biblioteca hacen falta personas que sean buenos lectores”. Y me propuso hacerme cargo del departamento de selección y adquisiciones. En aquel instante no me pasó por la cabeza que iba a estar diez años de mi vida, aún simultaneando con otras funciones, en ese desempeño. Fue una labor apasionante. La Biblioteca disponía de una cuenta bancaria que provenía de un impuesto sobre el azúcar, que permitía a la institución un grado de autonomía operacional para la compra de libros.» 

¿Cuándo se hicieron visibles los cambios en la vida cultural? ¿Tuvo participación en estos? 

—En 1959 desapareció el Instituto Nacional de Cultura, que había dirigido Guillermo de Zéndegui durante la dictadura de Batista, y volvió a potenciarse la Dirección de Cultura adscrita al Ministerio de Educación, cartera que el Gobierno Revolucionario confió a Armando Hart. La persona que se hizo cargo de la dirección fue Vicentina Antuña, con quien colaboré estrechamente. Con una plantilla mínima se empezaron a generar algunas cosas. José Ardévol se encargó de la música, José Lezama Lima de la literatura y Marta Arjona de las artes plásticas. Por cierto que Marta ha sido la de más larga trayectoria al frente de instituciones culturales, pues estuvo desde aquel momento hasta su muerte. 

«Fueron varias las realizaciones importantes: Ardévol refundó la Sinfónica, organismo que tuvo como su primer titular al maestro Enrique González Mántici; Lezama, naturalmente, comenzó a preparar libros, entre ellos una hoy famosa antología de la poesía cubana, una novela inédita de Carlos Enríquez y los textos críticos de Guy Pérez Cisneros; se rediseñó la concepción de los salones de artes plásticas para incentivar una política de adquisición de obras para el Museo; se creó la Nueva Revista Cubana, que retomó un nombre histórico, y a cuyo frente estuvieron Cintio Vitier y Roberto Fernández Retamar; se hizo un proyecto de revista de artes plásticas, muy ambicioso, salieron dos números, pues no se pudo mantener; y se otorgaron becas bajo convocatoria, no había mucho dinero pero sí el suficiente para que algunos escritores y artistas pudieran disponer de una bolsa de viaje que les posibilitara ampliar conocimientos en Europa y EE.UU. 

«Yo estuve en el jurado que analizó las solicitudes de becas. Entre los que las obtuvieron recuerdo a Leo Brouwer, Severo Sarduy, Rine Leal. Realmente, en la medida de lo posible, la selección fue cuidadosa y atinada al concedérsela a gente joven de talento que casi todos dejaron huellas en nuestra vida cultural. Indudablemente esos hechos se inscriben en la fundamentación de una política cultural que explica muchos de los logros que hoy tenemos.» 

¿Qué significación atribuye a los encuentros en la Biblioteca Nacional a mediados de 1961, que culminaron con la intervención de Fidel conocida como "Palabras a los intelectuales"? 

—Participé, en efecto, en la serie de reuniones en la Biblioteca Nacional y en el Congreso que fundó la UNEAC. La frase de Fidel, en aquel contexto y en aquella circunstancia ―“Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”―, tuvo un valor extraordinario. Ese dentro y contra expresó una dialéctica muy profunda. "Dentro" cabía casi todo, salvo o que estaba decididamente "contra". Lo que ocurre con esa definición, como con las leyes, es que están sometidas a las interpretaciones de los hombres. No se puede olvidar que aquel discurso de Fidel clausuraba un debate cultural muy importante. 

«Ese discurso entra dentro de la política de consenso y unidad que ha caracterizado al liderazgo histórico de la Revolución, porque más allá del conflicto inmediato entre el ICAIC y Lunes de Revolución por la película PM, se discutieron muchas más cosas. Por lo que yo recuerdo, allí también empezó el gran debate de los historiadores sobre lo que había sido la contradicción fundamental del siglo XIX cubano: si era entre colonia y metrópoli o entre esclavismo y abolición. El discurso de Fidel respondió a algunas inquietudes que allí se plantearon. Recuerdo la pregunta de Mario Parajón, acerca de si un intelectual católico tenía cabida en la Revolución, y eso encontró respuesta en las "Palabras a los intelectuales".» 

¿Dónde le parece que esa política cultural, que como usted misma explica, tuvo un período de gestación intenso, ha tenido huellas de mayor calado? 

—Ha habido un proceso de decantación y recuperación de valores culturales. En primer lugar se han rescatado en todos los ámbitos valores patrimoniales, reivindicados mediante la publicación de autores, el trabajo de los museos, la promoción de la música. Ha habido una política de fomentar hábitos culturales en la población, a partir de las editoriales, de la fundación del ICAIC, un empeño cultural importantísimo, pues si bien se habían filmado decenas de películas antes de la Revolución, el apoyo a una industria y la creación de un concepto de desarrollo del cine para el Tercer Mundo, a partir del trabajo de base del documental y luego en la ficción, solo se logró después de 1959. 

«No olvidemos la creación de revistas con un peso considerable, como la de Casa de las Américas, en los años 60, institución que marcó pautas en nuestra relación con el continente. En fin, se amplió el público lector, consumidor de buen cine y de distintas manifestaciones artísticas. No fue ni es un desarrollo parejo, pues intervienen muchos factores. Tampoco podemos obviar la red de instituciones de la enseñanza artística, algo impensado en la etapa prerrevolucionaria. 

«Lamentablemente hemos tenido momentos de inconsecuencias en la aplicación de la política cultural. Por esos errores se ha pagado un precio a veces caro. Pero de un modo u otro los hemos sobrepasado.» 

¿El momento más difícil? 

—Indudablemente los años 90. No solo para la cultura sino para la sociedad. No descubro nada al evocar el impacto de la desaparición de la Unión Soviética y el campo socialista y la euforia de los círculos gobernantes de EE.UU., que se expresó no solo en nuevas medidas contra Cuba sino en tratar de imponer lo que llamaron “pensamiento único”. Nos han quedado marcas, como cierta tendencia al presentismo, al día a día, a no conceder importancia a la memoria, a desconocer valores. Pero el movimiento intelectual y artístico dio respuestas. 

«Nunca olvidaré cómo en 1993, uno de los años más tremendos, el Congreso de la UNEAC discutió problemas de fondo. Fue cuando Fidel planteó la idea de que la cultura era lo primero que había que salvar. Esa no fue una mera frase, sino un concepto muy profundo, muy pensado, y a la vez, necesario para diseñar y desarrollar acciones prácticas. Yo me siento orgullosa de haber estado junto a Abel Prieto y otros compañeros en medio de los trabajos de aquellos días.» 

¿Observa problemas no resueltos por la política cultural en estos 50 años? 

—Los grandes vacíos tienen que ver con la necesidad de pensar y repensar nuestra cultura. No hemos hecho una historia de la cultura cubana. Todavía no está completa la revisión de la literatura, a pesar de los esfuerzos del Instituto de Literatura y Lingüística. Para la historia de la música no basta con diccionarios. En las artes visuales la carencia es todavía mayor. Una cultura necesita de este tipo de análisis, esos procesos se tienen que reanalizar periódicamente. Tales ausencias repercuten en la deformación de las jerarquías. También habría que analizar la falta de una total articulación entre la educación y la cultura, entre la tradición pedagógica y la práctica cultural. 

Y en lo personal, ¿cómo usted se las arregla para seguir tan activa? 

—Nunca me ha gustado operar desde las alturas. Prefiero los proyectos concretos, en los que pueda medir resultados. A estos dedico todo mi entusiasmo. Es mi manera de aportar a la dinámica y las necesidades de la Revolución. Queda mucho por hacer. Porque para mí la Revolución exige la misma energía del primer día.



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